viernes, 14 de enero de 2011

El señor presidente


El señor presidente descorrió las cortinas de su ático y observó un largo rato el cielo azul, las sierras cercanas, las nubes blanquecinas que cruzaban el cielo y lo alegraba con sus ovillos de lana. Murcia era una ciudad hermosa y sus campos, un regalo de la naturaleza, con sus praderas, con sus cárcavas y sus montañas perfiladas sobre un horizonte verde y esperanzador; y más allá el mar y su susurro de pecios en los arrecifes, y las praderas de posidonia meciéndose como la avena en los fondos arenosos; y en los sueños que alguna vez tejió en los ideales de su corazón, pletóricos de campos de golf, venecias en los entrantes del mar, aeropuertos internacionales, torres de babel en las que se hablaban todas las lenguas del orbe...¡que felicidad lo embargaba cuando su imaginación se expandía como ramilletes de billetes de quinientos euros por las habitaciones de su humilde hogar!

-Murcia no es Nueva York- dijo Pedro A. a su espalda-. Tío, no te atormentes. Aquí no tiene sentido un Andy Warholl, una Factoría, una mínima vanguardia del arte.

El señor presidente se asomó por la ventana, miró el movimiento descompasado de los transeúntes que caminaban la Gran Vía, seres diminutos a los que gobernaba con dedicación, entregándoles todo su saber y energía. Pensó que alguna de aquellos gnomos del asfalto podría ser empleado público y que, en lo más profundo de su ser, lo despreciaría, miraría las ventanas del ático y pensaría en la cueva de los cuarenta ladrones, en los paquetes de huevos de mercadona y en la miseria moral de los gobernantes contemporáneos. Una sensación de amargura embargo la hilatura de sus pensamientos. Pensó en los gusanos de seda, en las hojas de morera, en el aceite hirviendo y en la crueldad de una vida que se había cebado con él.

-Murcia no es Nueva York- repitió Pedro A-. La culpa no es mía, tío. Tantos años de jotas murcianas, toros, barracas, paparajotes, arroz con habichuelas y más jotas deja su impronta eterna en las gente. Ya lo decía Gramsci.

El señor presidente miró a su sobrino. “Gramsci”- pensó-. ¿De qué me suena ese nombre?. No se atrevió a pedir explicaciones a sus sobrino, pero pronto el pasado retornó en un caballo blanco y lo llevó a los paisajes de su juventud. Una guitarra, canciones en la Facultad, los ficus del Campus, marchas militares en su casa y sus compañeros y compañeras de Historia alabándole su querencia por las fiestas universitarias. En ese mundo idílico perdido para siempre quiso encontrar la imagen de Antonio Gramsci portada por algún compañero rojo, seguramente miembro del partido comunista.

-¿Qué decía Gramsci?- preguntó el señor presidente-. ¿Qué los michirones producen ardor de estómago?.

Pedro A. guardó silencio mientras observaba los cuadros del amplio despacho. ¿Párraga?, ¿Pedro Flores?, ¿Pedro Cano?, ¿aquél no es un Antonio López?. Pensó que todo aquello- los cuadros, la mesa excesivamente oscura, la moqueta, las flores blancas y amarillas, el bolígrafo de oro con una inscripción de extraños caracteres- era deprimente y que hacía falta que un interiorista diera vida a aquel cementerio de recuerdos del pasado que deprimían profundamente a su inquilino.

-Te he preguntado por Gramsci, querido sobrino- dijo el señor presidente mientras jugueteaba con la cabeza de mármol de Napoleón Bonaparte, regalo de un eurodiputado francés originario de Carcassonne. Tu siempre tienes respuesta para mis dudas, ¿qué dijo Gramsci de Murcia?.

-Nada tío. Me refería a la hegemonía social y a todas eses patrañas marxistas. Hemos perdido nuestra ascendencia sobre demasiadas personas: maestros, médicos, funcionarios de las consejerías...

-Esa gente de abajo me quería hasta anteayer. ¿Qué ha podido ocurrir para que miren hacia arriba y escupan metafóricamente en mi casa?. ¿Y los huevos, Dios mío?, ¿que ha sido del respeto a mi trabajo de dieciséis años?. He envejecido y nadie se percata de las huellas del sacrificio en mi cabello y en mi rostro.
-Tío, tu has estudiado Historia. Conoces la ingratitud de las clases subordinadas. Siempre quejándose de sus carencias materiales, con la insatisfacción eterna en sus sonrisas envidiosas. Pero tu has nacido para gobernar y ellos para obedecer. Si tenemos que volver a las jotas, volveremos a ellas, y más corridas de toros.

-Pero, ¿y tus proyectos de convertir Murcia en la vanguardia del arte internacional?.
Pedro A. suspiró levemente. Su cabello negro, ensortijado, se erizó de emoción al sentir que el señor presidente le observaba con ojos sinceros, humedecidos por el agradecimiento. El despacho estaba en penumbra. A lo lejos, se escuchaban gritos, pitidos, el murmullo de una muchedumbre que se aproximaba a un edificio transformado en templo de expiación colectiva. Una pancarta gigante cruzaba los carriles de la Gran Vía, y en grandes letras rojas se leía DIGINIDAD Y RESISTENCIA”.

-¡Ahí llegan de nuevo!, ¡con sus cánticos y sus huevos!. ¡Parecen los jinetes del apocalipsis!- exclamó el señor presidente mientras se clavaba las uñas en el dorso de la mano derecha. ¿Tan mal les pagaba, sobrino?, ¿no he sido para ellos como el papaíto de la literatura rusa decimonónica?, ¿no los he arrullado en mi regazo mientras les cantaba nanas o les daba el biberón?.

-La ingratitud es uno de los atributos esenciales de las personas- dijo Pedro A.-. Mira lo que me está ocurriendo a mí. Me ridiculizan en sus pancartas, me llaman como mínimo derrochador. ¿Y qué quieren?, ¿piensan que el arte es barato?, ¿o que cualquiera va a venir aquí si no le pones billetes delante?.

-¡Míralos, míralos!. ¿Aquél no es....?, ¡pero si hace dos días era mi ojo derecho!, ¡qué ingratitud!. ¿Chorizo de Burgos?, ¿Manostijeras?, ¿Alí Babá?, ¿ladrón?. ¿Y todo por una ley necesaria?.
El señor presidente se desplomó abatido en un sillón alejado de la ventana. Los cánticos y gritos retumbaban en los ángulos de una habitación ya oscura, abandonada a las penumbras de una noche de luna menguante. Pedro A. miraba el paso de los manifestantes intentando adivinar las causas de la rebelión. Por un momento pensó encargar a una asesoría técnica un estudio para integrar en Manifiesta las manifestaciones, convirtiéndolas en un escenario más de su apuesta por la vanguardia y por el arte que ocupaba Murcia y la centraba en la proyección Mercator.

-Llama a Pati- dijo el señor presidente-. Dile que mañana vaya a la inaguración de Espacio Joven en Santomera. No estoy para bromas. Ah, trae también mi guitarra. Y mañana que venga Ventura.

-Sí tío- respondió Pedro A-. Mejor que toques la guitarra. Yo te acompañaré con la lira.

SEGUIRÁ

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